Vivimos un momento en el que todos hablan de experiencias. La experiencia del usuario (UX), la experiencia del cliente (CX), la experiencia de servicio, la experiencia del colaborador… Viene bien poner a las personas al centro del diseño de las organizaciones y sus procesos, pero ¿realmente estamos hablando de seres humanos, o solamente de una parte de ellos? Desafortunadamente, es más lo segundo. Les interesa nuestra faceta «cliente» y por eso buscan encontrar las fibras emocionales que mueven nuestros hábitos de consumo. Les interesa nuestro rol de «usuarios», para acelerar procesos y asegurar recomendaciones. Les interesa nuestro lado «colaborador», porque así creamos desempeño y buena reputación.
La perspectiva de la experiencia que define gran parte de los esfuerzos por diseñarlas y perfeccionarlas en nuestros días, responde a una lógica de marketing. Eso no tiene nada de malo. Es más, la primera vez que estuve en un proyecto de diseño de experiencias fue para una marca, desde una lógica de incremento de ventas, allá por 2005. Con el tiempo y el camino recorrido he aprendido que el gran problema es que esas experiencias son parciales, y no abarcan al ser humano en su real magnitud. ¿El riesgo? Que el efecto no dure. Algo así como una «experiencia de Cenicienta».
Por ejemplo, un hermoso pack de bienvenida al colaborador, con diferentes artículos de la compañía, así como todos los equipos que necesita y una serie de actividades que van desde conversar de tú a tú con los miembros del board, hasta una ceremonia emotiva de bienvenida, se diluyen cuando este colaborador descubre que no habrá forma de salir temprano del trabajo para asistir a sus clases de teatro. O que por más que intente, no encontrará el apoyo que necesita de algunas personas, para sacar adelante una idea que podría revolucionar el negocio. Ya pasaron las doce, Cenicienta.
Las experiencias humanas son complejas conexiones, que van mucho más allá del descubrimiento de un mal llamado «insight» y la disposición armónica de elementos que provocan satisfacción o emoción parcial. Una experiencia es una integración que ocurre en el interior de una persona, de manera única e irrepetible.
Imagina ahora una experiencia que ha sido diseñada desde el interior de la persona. ¿Se lograría desde una mesa donde los «creativos» de una compañía comparten sus experiencias al haber entrevistado a algunos «usuarios»? ¿Nacería de un equipo de consultores que acompañaron por algunas horas a estos públicos objetivos en su cotidiano? ¿Ocurriría si un grupo de «expertos» se reune para crear lo inimaginable? Tampoco lo creo.
Entonces, ¿cómo deberíamos de abordar las experiencias?
Para empezar, las unicas experiencias que podemos crear son las propias. Por eso, dejemos de pensar en crear experiencias. Pero, ¿diseñarlas? Sí es posible. Aunque el margen entre el diseño y la realidad siempre será incierto. Como en muchos otros campos.
Luego, debemos asumir que la personas es un ser emocional, pero inteligente al mismo tiempo. Para nada básico. ¿Sabemos realmente lo que busca? ¿Lo que espera? ¿Lo que quiere? El diseño de experiencias es el paso posterior a una labor de (re)conocimiento profundo de esa persona para la que estamos trabajando.
Además, la experiencia tiene una naturaleza multidimensional. Al menos debemos pensar en el plano emocional, el cognitivo, el comportamental, el valorativo / trascendente, y el animal / primitivo. Y cada uno de ellos posee sus propios componentes. ¿Demasiado? Pues es el precio por el diseño de una verdadera expriencia humana.
Entonces, diseñemos experiencias para personas, no para clientes, usuarios o consumidores. ¿Te unes?